Ézaro es una parroquia coruñesa de apenas medio millar de habitantes a la que se llega por una sinuosa carretera que atraviesa frondosos bosques de eucaliptos y termina en una cascada que cae directamente al mar. En la única calle del pueblo se emplaza Arenita de Colores, la casa-nido que la educadora Rocío Alonso (28 años) ha puesto en la planta baja de su propia vivienda, un edificio de piedra típicamente gallego en el que se crió la abuela de su novio. En el suelo, cinco niños de entre dos y tres años hacen juego libre. Suena Mozart. Las paredes no tienen pósters ni dibujos de colores, como ocurre en las guarderías metropolitanas, para no alterar la tranquilidad del ambiente. El plástico está prácticamente desterrado. Los juguetes son orgánicos, directamente de la naturaleza.
La pequeña Adela se entretiene metiendo pipas de calabaza en un bote. Su compañera Naia manipula troncos de leña, mientras Alex barre a su lado. Anxo está formando una fila con figuras de animales cuando llega Xoel para quitarle el caballo. Se miran fijamente durante unos segundos, retándose. Rocío se acerca suavemente hacia ellos y con mucha mano izquierda propone a Anxo que comparta el caballo con Xoel. Anxo se lo piensa, accede y la tensión se disipa. Se ponen a jugar juntos.
La escena resume cómo funcionan las cosas en este hogar alternativo de crianza. Rocío, que sigue el método Montessori, no impone ni regaña, sino que invita, propone, es asertiva. Tienen una zona de juego simbólico y construcciones, otra de exploración y otra de concentración junto al rincón de lectura. Al ser sólo cinco niños, no hay horarios establecidos como en las escuelas infantiles tradicionales. No se guían por el reloj, sino por el sonido de las campanas. Hacen una especie de slow life rural sin obligaciones ni prisas.
Buena parte de la mañana la pasan en la playa, o van donde Lupe a ver a las gallinas, o dan de comer a las ovejas, o ayudan a Joaquina a envasar la miel. En el huerto trasero de la casa, críos que aún no saben leer ni escribir plantan fresas y riegan tomates. Los viernes hacen pan. Al terminar de comer, siempre recogen su plato y se van a lavar los dientes sin que nadie les diga nada. Responden «a ti» cuando alguien les da las gracias. No lloran ni una vez.
«Aquí se hace un ritmo de vida lento, muy en contacto con la naturaleza, y los niños se contagian de esa tranquilidad; son más autónomos y responsables», asegura Rocío. «Hay una escuela infantil en el pueblo de al lado, pero las familias prefieren venir aquí porque el ambiente es más familiar y cercano y los grupos son reducidos».